miércoles, 28 de diciembre de 2011

IV Don Alejandro

Siéntase como en su casa señores; es un honor para mí atenderlos –dijo el hacendado señalando los cómodos sillones de su sala.

Las autoridades no se sintieron como en su casa; la diferencia era enorme y no podían compararla ni con la mejor casa del pueblo.

“El viejo”, así también llamaban a don Alejandro, era como el granito: duro e impenetrable. Pero el Alcalde, que se consideraba un hombre hábil, le contó paso por paso, lo conversado con la guardiana de la iglesia e indicó, además, de la coincidencia de todo con la pobreza del pueblo. Hizo lo imposible por ingresar en lo más profundo de su ser: su lado bueno.

Amigos; yo soy un hombre de realidades y el paraíso lo construye uno mismo, con su esfuerzo. No me vengan con cuentos, ni con milagros y revelaciones. Sepan sí, que respeto a la señora Bondad, la conozco; pero ella vive rodeada de imágenes de madera y, seguramente, anda imaginando cosas y sus deseos son tan grandes e insatisfechos que termina pensando que todo lo cambiarán los santos y los ángeles desde el cielo. Yo creo en realidades y la realidad es que un bravo cuesta cuatro mil soles y no se hable más terminó don Alejandro que, al parecer, no olvidaba que el pueblo le había dado la espalda a su candidatura como diputado por la provincia.

Al atardecer del mismo día, resignados y tristes, llegaron al pueblo las tres autoridades. Mientras, en la hacienda, “El Viejo”, montado sobre un brioso corcel bayo, llegaba hasta donde los toros mugían y pastaban a sus anchas. El paisaje hacía brillar los ojos del orgulloso hacendado; pero, a los pocos minutos, don Alejo picó espuelas y se acercó más al ver que los bravos se apretaban unos contra otros; había allí algo que no cuadraba.

¡Oiga! ¿Qué hace metido entre los toros? ¡Son bravos y lo pueden matar!

Un anciano de corta barbita blanca, caminaba muy tranquilo, en el centro de los toros.

¿Qué hace usted, acaso no me escucha? gritó don Alejandro con el látigo en la mano.

Señor, es que estoy separando los bravos de los mansos, para que vayan a la fiesta y diviertan a todo el pueblo contestó con voz clara y serena el insignificante hombrecillo.

Don Alejandro, al oír estas palabras, quedó pasmado y, antes que saliera de su asombro, el anciano se esfumó como por encanto. ¡Era idéntico al santo patrón, el milagroso del pueblo!

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