miércoles, 28 de diciembre de 2011

II El juicio

Las autoridades, enteradas de la noticia, luego de que doña Bondad describiera el suceso con todos sus detalles, le retiraron su confianza. Después, el Juez de Paz, cursó un oficio al Comandante de Puesto y al término de la distancia la condujeron a su despacho.

El Juez y el señor Alcalde habían intercambiado palabras al cruzarse por la plaza de armas. Luego, el primero bajó apurado a su despacho y, como siempre, abrió su oficina silbando, para después tararear la misma canción; mientras con el plumero, limpiaba las dos apolilladas bancas que, con el polvo, daban trabajo al asearlas. El Juez esperaba este caso con mucho interés, ya que los denunciantes eran las propias autoridades y el cargo: “atentar contra la fe del pueblo”, era contra la señora más querida y respetada del lugar.

El guardia, encargado de ejecutar la orden, aceptó las condiciones de doña Bondad y caminó detrás, como a cincuenta metros de ella, para que “nadie sospechara de qué iba detenida”. La señora no sabía que el pueblo entero cuchicheaba a sus espaldas y que, disimuladamente, se reunía por las inmediaciones de aquella oficina en cuyas paredes de adobe colgaba un antiguo escudo patrio de latón pintado, en donde se podía leer claramente: Juzgado de Paz de Primera Nominación. Allí ingresó la encargada de la iglesia, con la cabeza erguida.

¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad? preguntó el Juez con ceremonioso tono.

¡Sí juro! respondió doña Bondad, sin comprender el porqué del juramento; ella jamás había mentido y, pensó, no necesitaba jurar para decir la verdad.

El juicio se había iniciado y la estrecha el estrecho jirón Venecia bullía colmada de curiosos: niños, jóvenes y ancianos se habían dado cita y esperaban el resultado. La mayoría de ellos resentidos, porque doña Bondad, aseguraban, mentía al afirmar que había visto a San Isidro y a San Antonio dialogar a altas horas de la madrugada.

¡Nosotros sólo queremos la verdad, un santo no se puede desaparecer así por así, de la noche a la mañana!

Estoy diciendo la verdad señor Juez, he recorrido toda la ciudad buscando a nuestro patrón y, como usted sabe, lo encontré conversando en la capilla de San Antonio.

¿Cómo es posible que nadie la haya visto? el Juez habló casi gritando. ¿Usted recorrió todas las calles del pueblo y piensa que voy a creer que nadie se percató de ello?

Así es, señor Juez, parece raro, pero no había un alma por las calles, ni por el campo.

¡Es imposible; tiene que haber algún testigo!

No, señor Juez, no lo hubo.

Entonces, no hay más que decir. ¡Es usted una mentirosa y además cínica! el Juez se puso de pie como impulsado por un resorte y agitando los brazos, señaló una y otra vez a la señora, acusándola directamente.

En la calle, se escuchaba el griterío de la gente y en el juzgado, el Juez, se disponía a dictar sentencia.

De pronto, sin que nadie lo notara, se presentó un campesino, vestido de poncho largo y de un sombrero grande que cubría la mitad de su rostro.

Señor Juez soy el testigo que anda buscando y puedo afirmar que la señora dice la verdad.

¿Y quién es usted? ¿Cómo se llama? encaró el Juez arrugando la frente.

Eso no importa señor Juez, soy una persona como todos ustedes; pero principalmente soy testigo de la señora Bondad.

Pero… ¿de dónde salió usted? ¿Dónde vive? Y, ¿a qué se dedica?

Señor Juez, le repito, que eso no importa. Lo importante es que vi a la señora Bondad deambulando por las calles del pueblo y, como todos la conocen, me causó extrañeza verla caminar a esas horas; fue por ese motivo que a escondidas la comencé a seguir, llegando hasta la capilla de San Antonio y luego de regreso a su casa.

El Juez, incómodo, salió hasta la puerta de su despacho y trató de explicar a la multitud que aguardaba:

Señores les dijo, se ha presentado un testigo que manifiesta haber visto todo lo descrito por la señora Bondad.

Las personas, inconformes, gritaron con los brazos en alto:

¡Es mentira!

¡Seguro que le ha pagado!

¡Es un farsante!

El campesino, al escuchar los insultos, se colocó al costado del Juez de Paz y se despojó del poncho y sombrero grande.

De repente, la muchedumbre enmudeció.

Al descubrirse el rostro y quitarse el poncho largo, se pudo observar que el campesino tenía la carita y el vestido de color guinda y terciopelo adornado de San Isidro, el Labrador milagroso. Fueron tan sólo dos o tres segundos y, explotando, desapareció la imagen, igual que una burbuja de aire, al ser rozada por cuerpo extraño.

¡Era el Santo; sí era el patrón!

¡Vamos a la iglesia! ¡Sí a la iglesia!

Efectivamente, la multitud corrió con dirección a la iglesia y doña Bondad, a la cabeza, abrió apresurada la puerta.

Todos se apretujaron bajo el altar del anciano milagroso, que allí se encontraba, con sus pequeños ojos, con sus brazos extendidos y su vestido de terciopelo adornado con bordes dorados, como las espigas del trigo.

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