miércoles, 28 de diciembre de 2011

I La escapada

Eran las tres de la mañana y doña Bondad no podía dormir. Daba vueltas y más vueltas haciendo crujir su cama de estilo colonial. Algo le impedía conciliar el sueño. Era como un llamado de alguien que esperaba por ella. ¿Quién podía necesitar de su ayuda a esas horas? Su preocupación aumentaba. Ahora parecía como si la tomasen de la mano y le dijesen: ¡Bondad, ven, acompáñame! Entonces, cubriéndose con un pañolón negro, salió.

Doña Bondad, a falta de párroco, era la encargada de la iglesia del pueblo, y sus pasos la llevaron hasta el santuario. El portón de ingreso se encontraba abierto por lo que se dirigió directamente al altar mayor. ¡Estaba vacío!, no lo podía creer. ¡Ella misma había cerrado con llave la iglesia y cambiado el traje al milagroso sembrador! “¿A quién se le ocurriría robar un santo?” Buscó las cosas de valor que podían ser objeto de hurto y no faltaba ni una aguja. Era imposible que fuesen ladrones sacrílegos o gente poseída por el demonio. Todo estaba en riguroso orden.

Luego de rezar, continuó indagando. Miró al piso y se detuvo ante las huellas de unos zapatos bastante conocidos y, para aumentar más su sorpresa, observó que las huellas bajaban del altar y llegaban hasta la puerta de la iglesia. No salía de su asombro. ¿Qué dirían el pueblo y el señor Alcalde si les contara lo sucedido? ¿Cómo la calificarían si les dijera que el milagroso había bajado del altar y se había retirado de la iglesia? ¿Acaso no la tildarían de loca?

Nuevamente se arrodilló para rezar, resignada; después se decidió ir a buscarlo por todo el pueblo. ¿Por dónde empezar? —se preguntó—. Quizás el santo, compadecido, haya bajado para realizar milagros y curaciones; o, simplemente, quiso salir de la iglesia en una fecha posterior a la culminación de su fiesta. ¿Qué le diría al vecino al tocar su puerta?: ¿no has visto a nuestro patrón?, no lo encuentro en la iglesia.

Doña Bondad anduvo por todas las calles del pueblo sin hallar rastro. Tal vez, se dijo, ya fue descubierto y se haya armado un alboroto. ¡Pero nada! Cansada ya, y dejando atrás el barrio Minopampa, observó una lucecita en la capilla de San Antonio; y allá se encaminó cautelosa, para no ser descubierta. Por suerte, no había un alma por las calles ni por el campo. Subió la pequeña colina y acercóse de puntillas a la puerta principal. Casi se desmaya al ver lo que sus ojos se negaban a creer: San Isidro y San Antonio se hallaban sentados, uno frente al otro, dialogando como dos buenos amigos. La señora afinó los oídos, y escuchó decir a los santos:

Tú debes solucionar eso, Isidro recomendaba San Antonio. Tienes muchos fieles y tu fiesta se llena en el mes de mayo. Te visitan y llegan desde muy lejos todos los años.

No, hermano contestaba San Isidro, no juzgues por la cantidad de gente. Muchos llegan envanecidos, para satisfacer su ego. Raros son los que ingresan a la iglesia y, de éstos, contados los que lo hacen con fe y desprendimiento. Tú no te imaginas amigo; hay personas que ni en el momento en que elevan sus oraciones dejan de ser mezquinos y me piden favores que me siento tentado de rechazarlos. Hasta los regalos que hacen algunos, los dan como si me estuvieran pagando, para que después les recompense con algún milagro.

Un momento, mi querido Isidro intervino San Antonio. No olvidemos que en el mundo terrenal puede mucho la vanidad, el placer y el egoísmo. Cuesta vencer estas debilidades humanas. Son pocos los que logran hacerlo y sacrifican su vida por los demás, acercándose a los desposeídos, a los enfermos, a los ancianos y se solidarizan con ellos y hacen cosas para menguar sus sufrimientos. Quizás aquellos merezcan algún escarmiento.

—Tienes razón Antonio. Pero tú sabes que ni nuestro padre celestial ni nosotros, somos de aplicar escarmientos o castigos, incluso, a testarudos y vanidosos. Creo que para ellos y los que creen que el mundo les pertenece, el castigo será que sientan la necesidad de repetir su mal comportamiento año tras año, y cada vez, haya más gente educada y humilde que ría de ellos.

—Mis funciones son distintas a las tuyas explica San Antonio. Las personas acuden a mí, por lo general, para amancebarse y aunque no creas Isidro; me visitan algunas pecadoras y, casi todas, también, para pedirme grandezas, como por ejemplo: novios ricos. Hay también de las que tienen su novio rico y su novio pobre y cuando se acercan a mi capilla, no pueden decidirse con quien ir y se confunden en rezos y ruegos, que me hacen sentir decepcionado como tú.

Doña Bondad, luego de escuchar la conversación de los milagrosos, quedó estupefacta, pero no quiso inmiscuirse más en ello, retornando presurosa a su casa.

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